Prólogo

Manuel García Pérez
Manuel García Pérez

Conocí al padre de Pedro en mis tiempos de la Universidad. Era un retratista que regentaba una humilde tienda de fotos cerca del centro. Aún lo recuerdo como un tiempo feliz, sin prisa, que ahora en el recogimiento de este espacio al que me someto para escribir me parece duradero, hasta eterno porque ya no seré capaz de revivirlo, y es que la escritura a propósito de la muerte se caracteriza por la aceptación de esa adversidad a través de una desasosegante interpretación del mundo. Nada de lo que se escribe se corresponde con lo que verdaderamente vivimos, pero se sublima esa carencia con la capacidad que tiene el lenguaje para intervenir en la realidad de los recuerdos y transformarlos a nuestro antojo.

 

  La intención de una novela como la que ha escrito el hijo de aquel hombre enjuto, de ojos vivos y facciones duras, con gesto nervioso, no es otra que esa reivindicación del tiempo pasado como una época entregada a la lucha y a la pasión por sobrevivir desde la austeridad. No queda nada de aquella tienda tal y como yo la recuerdo. El retratista murió y quiso que la palabra escrita ahora por su hijo, Pedro Fernández Riquelme, sea esa forma de sobrevivirlo, porque la escritura, como la memoria, nos conducen a esos lugares que no nos pertenecen aunque creamos que existieron y que alguna vez los habitamos. Pero no es cierto, jamás se vuelve al lugar donde se fue feliz porque nosotros ya no somos los mismos y quienes coincidieron con nosotros en esos lugares de la vida ya no están para que nada cambie.

 

   La infancia de los abuelos, los recuerdos intuitivos y teñidos de una luz añeja, diluida en rostros desdibujados y espacios inciertos, parecen convertirse en ese lenguaje que, más allá de la palabra, reproduce la ausencia del padre que, tras su muerte, reclama un lugar aún entre los vivos. La palabra es chamánica. La poetisa Olvido García Valdés reconoce que un poema es un diálogo con un desaparecido que aún tenemos presente y quizá la literatura, su intención y forma, sean la búsqueda de esa voz, de ese cuerpo, cuyas ausencias son el trance y el tránsito que nos permiten el conocimiento profundo de qué es la vida y qué es la escritura.

 

   La novela biográfica que Pedro Fernández prometió a su padre no es solo el cumplimiento de un deseo temible y severo, sino también la confirmación de que la vida continúa y que es más sobrecogedora cuando usamos la escritura para recordar a quienes hicieron posible que nuestra existencia fuese dichosa y exultante. Porque la escritura sobre quienes no están es la escritura sobre los vivos. Porque, cuando se vive, se está escribiendo una historia incierta, cuyo destino inédito tendrá que ser conjurado por otro hombre, aunque sea uno mismo quien, desde la soledad y el trance, la invoque. El escritor Edmond Jabès tenía claro que, al escribir por primera vez su nombre en el colegio, había comenzado a escribir un libro.

 

  La escritura no es el trazo de un signo, sino la evocación de esa vivencia que se aloja en nuestra memoria y que, contra la realidad, el escritor la transforma hasta convertirla en una clase de ficción donde la verdad se hace verdad para mí, una idealización que, en el caso de esta novela, puede insistir en el sentimentalismo en ocasiones y, en otras, hundirnos en una dura interpretación de la subsistencia ante la pobreza y la enfermedad. Porque lo narrativo aquí no está premeditado sino que permanece como un estado sensible de la experiencia contada, sin logro de la técnica, sin eficacia de una retórica buscada con rigor. Lo que Pedro Fernández desea es escribir desde el presentimiento, desde el recuerdo impreciso, desde el desasosiego porque su novela tiene la percepción del acontecimiento como una realidad vivida con desgarro y su ficción no está elaborada desde la impostura, desde la negación de lo vivido o desde las posibilidades creativas de la forma.

 

  Busca emocionar desde lo que ha sentido por su padre o cree que lo ha sentido  porque, cuando el afecto se torna en palabra, el significado queda inmerso en un terreno complejo que el lector descifra desde su experiencia distanciándose de la emotividad en la que el autor insiste. Su novela es emocionante y el sentimiento domina sobre la técnica y quizá esa virtud reproduce una autenticidad cautivadora donde el hijo prefiere la comunicación antes que lo narrativo y nos asombra la crudeza y lo entrañable que, en carne viva, se muestra a nosotros para rendir tributo a la muerte del padre, como si la vida de quien escribe fuese también la vida del otro. Y así su escritura desatada quiere ser también esa lucha que el padre sostuvo diariamente en su negocio para sacar unos dineros con lo que sustentar a la familia y otra lucha intrépida contra las inclemencias de la enfermedad. Lo escrito en estas páginas está arraigado en aquello que la literatura intenta enmascarar, la vida misma, el fracaso del recuerdo, la certeza de que estamos vivos para no olvidar aquellos que nos dejaron para siempre.

 

                                                      Manuel García Pérez

                                                      Luz de los escombros